Alguien me
dijo una vez que la mejor forma de convertirse en escritor es escribiendo.
Parece una perogrullada, pero es una gran verdad. Algunos futbolistas,
cantantes, o demás personajes de la farándula publican libros sobre sus vidas
haciéndonos creer que han sido ellos los que los han escrito. Personalmente soy
incapaz de creerlo. Por este motivo, voy a tratar de ponerlo en práctica
escribiendo día a día alguna tontería. Igual no tienen gran interés y,
probablemente, no tengan ninguna interconexión entre ellas, pero el caso es
escribir.
No
es la primera vez que trato de plasmar en folios los pensamientos que se
agolpan en mi cabeza. Parecen tan claros cuando los pienso y, sin embargo,
cuánto esfuerzo me supone convertirlos en letras que formen palabras y, a su
vez, frases con sentido. Cada vez que releo, menos me gusta. Probablemente uno
sea su peor crítico, pero me avergüenza
recurrir a alguien más. La sensación de no saber como seguir la historia es más
horrible que quedarse en blanco en un examen. Aquí puedes quedarte en blanco
para toda la vida, mientras que el examen solo dura un par de horas. Podías
escribir folios sin ningún sentido mezclando conceptos de Derecho, Economía,
acerbo popular y otros que pasaran por tu mente en ese momento. Era una apuesta
arriesgada. Si el profesor era dominado por la pereza, como tu lo habías sido a
la hora de estudiar, podría sonar la flauta. Tanto texto podía paralizar los
ojos de cualquiera y el profesor podía ser ese “cualquiera” al que yo buscaba.
Que poco reconocimiento tuve por parte del claustro universitario. Parece que
mis escritos de Derecho Administrativo Creativo no fueron de su agrado. El
mundo legislativo perdió a un gran pensador de las leyes.
Pero
en defensa de mis profesores universitarios diré que el sistema de asistencia
obligatoria a clase también me aportó muchos folios escritos con historias
variadas. Cuando el profesor dice que la asistencia a clase te da un buen porcentaje
de la nota final capta mi atención. Al día siguiente, cuando me doy cuenta de
que es una asignatura más aburrida que una partida de cinquillo, la pierde. Y
comienza la magia. Hay que inventar juegos para pasar el rato. Pero las clases
se suceden y los juegos empiezan a aburrirme. Ya no quedan astilleros en el
mundo para proporcionarnos barcos que hundir, me sé todos los nombres,
animales, personajes famosos, deportes y comidas empezando por cualquier letra
del abecedario, los condenados a la horca hacen huelga, lo único que me queda
antes de ponerme a escribir es inventar el juego definitivo. Nos sentábamos
detrás de una amiga nuestra con el pelo largo y muy rizado. Sobre su espalda
descansaban miles de lianas a las que aferrarse, pero solo algunas te permitían
seguir jugando. Con nervios de acero, manteniendo el pulso a un ritmo adecuado,
acercabas lentamente los dedos pulgar e índice a modo de pinza y tirabas de uno
de los pelos. Si habías elegido bien te echabas hacia atrás orgulloso y
reposabas la espalda en su sitio mientras respirabas más relajado mostrando a
tus contrincantes el trofeo obtenido. Un larguísimo rizo que jamás volvería a
ser peinado. Pero no siempre te esperaba la gloria. Una mala decisión podía
hacer que tirases de un trofeo firmemente arraigado en la cabeza. La media
vuelta con guantazo de revés no se hacía esperar. En un buen día, con la sola
humillación habías pagado tu error. La invitación a cerveza en la cafetería a
los vencedores era la alternativa más costosa.
Se
acaban los juegos, se acaban las cervezas ganadas y perdidas, y empieza la
redacción. Textos de muchos temas que jamás vieron ni verán el mundo que existe
más allá de los separadores de mi carpeta. Solo yo los leí, solo yo ¿los
disfruté? No, probablemente los critiqué.
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