lunes, 25 de noviembre de 2013

FUNERAL IRLANDÉS


DIA 36

                Veo que la última vez que escribí en el blog el tema elegido fue en consonancia con la historia de hoy. Todo transcurre en Irlanda.

                Al finalizar mi carrera universitaria decidí irme al extranjero a mejorar el inglés que había aprendido en el colegio. En un principio EEUU era mi meta, pero diferentes compromisos que me harían volver un par de veces a España durante la estancia me hicieron buscar algo más cercano. La ciudad de Galway en Irlanda me esperaba con los brazos abiertos. Tras unas cuantas gestiones acabe en un pequeño, pero espectacular, Colegio Mayor de la zona. Era una ciudad universitaria pequeña en la que el que tenía una bici tenía un tesoro. Mi nueva residencia estaba a escasos 500 metros de la playa. Por si alguien se imagina una imagen idílica de playa americana con una playa kilométrica, hoguera, guitarra, vasos rojos y chicas guapas que bailan al son de las baladas, podéis borrarlo de vuestra mente. En mis cuatro meses allí jamás pise siquiera la arena. La temperatura del agua era más propia del Desembarco de Normandía, la lluvia impedía plantearse encender una hoguera, y el resto de imágenes se caen por su propio peso.

                Pero yo no necesitaba aquello. Con mi bici y mi chubasquero me creía el rey del mundo cuando no era más que otro extranjero en un país plagado de ellos. En la Residencia tenía varios amigos irlandeses de mi edad gracias a los cuales mejoré mucho en mi inglés hablado y enriquecí mi diccionario de palabrotas.

 Por motivos que no son del caso, pero más debido a la edad que a ninguna enfermedad en particular, murió el abuelo de uno de mis compañeros. Al día siguiente tendría lugar el entierro y al siguiente el funeral. Personalmente se me olvido por completo. Y allí estaba yo en la puerta de la casa, resguardándome bajo una pequeña cubierta para no mojarme con la incesante lluvia mientras fumaba unos de mis cigarros de contrabando traídos de España. Joe abrió la puerta en mangas de camiseta, miró como estaba el tiempo, me vio y salió a fumar. Yo estaba tiritando a pesar de llevar varios calcetines, jerseys, camisetas, abrigo y, porque no se comercializan que si no los llevaría, unos hipotéticos calzoncillos de forro polar. Él se quedó con su camiseta y su pitillo y no le tembló un músculo. Probablemente hasta sudó. Me comentó que ese día era lo del abuelo de Adam y me invitó a ir con él. Yo, obviamente me apuntaba a un bombardeo, y eso que no sabía lo que me esperaba. Teniendo en cuenta que por diversión me había rapado la cabeza al cuatro y con una pequeña cresta en medio, nos arreglamos en la medida de nuestras posibilidades. Llegamos a la Iglesia y el sacerdote dijo unas palabras, rezamos algunas oraciones por el difunto y salimos lentamente. Hasta aquí, todo sigue siendo muy normal.

Tras el pertinente piti en la puerta de la iglesia Joe me preguntó si me iba con él al hotel donde continuaría el funeral. Sin poder hacerme una idea de lo que era aquello no dudé en seguirle hasta allí.

Entramos en un gran salón del hotel. Todos vestían de chaqueta y corbata salvo dos desarrapados, entre los que me encuentro, que íbamos con camiseta y zapatillas. Yo no me había preparado para aquello, pero ahora tocaba apechugar. Fue como abrir una puerta en mi televisión y meterme en el mundo de las películas. Siempre me había parecido muy curioso ese detalle de los funerales americanos. Todo el mundo comiendo y bebiendo en  casa del fallecido mientras la viuda preparaba deliciosos aperitivos vestida de negro riguroso. En un principio sacaron té, café y pastas. Mi estómago bostezó de aburrimiento y yo, para no hacer también lo propio, me tomé un cafelito. Cuando alguien se acercaba a nosotros asentíamos con la cabeza a modo de saludo y poníamos cara de absoluta compunción. Algunos incluso se acercaron a hablar con nosotros y se interesaban por nuestra procedencia.

Justo en el momento en que mi cerebro estaba haciendo la operación de traducción para comunicarle a mi amigo “Nos piramos de aquí, pero ya”, una puerta se abrió al fondo del salón. Dos camareras empujaban un gran carro. Todo el mundo se daba la vuelta. Por un momento pensé que podía ser el ataúd del finado, pero inclinándome ligeramente a la izquierda pude ver lo que parecían bandejas y bandejas de comida. Casi me desmayo. Nuggets, sándwiches, salchichas, patatas… En mi mente comenzó a sonar música de fiesta mezclada con el Aleluya y algunos compases de Buleria de Bisbal. Mi estómago empezó a tener pensamientos impuros y yo me daba pequeños golpes en la espalda como diciéndome: “Valió la pena la espera, hijo”.

Joe y yo tomamos posiciones. Comíamos. Mezclar los nuggets con café me pareció asqueroso, asi que dejé mi taza. Joe me miró y me dijo que ahora íbamos a por las cervezas.

¿Perdón?

Sí. Cervezas. Tamaño pinta. Es decir, muy grandes. Me explicó que ese día lo normal era beber dos o tres pintas(bebimos tres) y se descansaba para el día siguiente.

¿Que había un día siguiente?¿Y había que descansar?

Al día siguiente había misa funeral. Luego se volvía al hotel y daban de comer como si no hubiese mañana y todos bebían cerveza hasta que la mismísima señora O´Hara callese redonda al suelo.

Desde ese momento mi mirada cambió. En las señoras mayores que antes me saludaban yo solo veía futuros funerales próximos a ser invitado. No hubo tal suerte, pero aquel lo disfruté. Fue toda una experiencia que me sorprendió mucho. Años más tarde, en una entrevista de trabajo, cuando me empezó a hablar en inglés, me preguntó que era lo que más me había llamado la atención en mi estancia en Irlanda. Esta fue la historia que le conté. La cara de la entrevistadora iba aumentando en perplejidad a medida que avanzaba la historia. Me ficharon.

En mi Residencia vivía un sacerdote al que yo le expliqué lo extraño que había sido para mi. Que solo lo había visto en las pelis. Que en España era diferente. Me miró extrañado y me dijo:

“En España sois unos paletos”

Y tenía razón. Quizás no llegar a los extremos de la señora O´Hara, pero el día que yo muera me gustaría que se celebrará una fiesta para celebrar, que si Dios quiere, yo haya  alcanzado mi meta.