DIA 36
Veo
que la última vez que escribí en el blog el tema elegido fue en consonancia con
la historia de hoy. Todo transcurre en Irlanda.
Al
finalizar mi carrera universitaria decidí irme al extranjero a mejorar el
inglés que había aprendido en el colegio. En un principio EEUU era mi meta,
pero diferentes compromisos que me harían volver un par de veces a España
durante la estancia me hicieron buscar algo más cercano. La ciudad de Galway en
Irlanda me esperaba con los brazos abiertos. Tras unas cuantas gestiones acabe
en un pequeño, pero espectacular, Colegio Mayor de la zona. Era una ciudad
universitaria pequeña en la que el que tenía una bici tenía un tesoro. Mi nueva
residencia estaba a escasos 500 metros de la playa. Por si alguien se imagina
una imagen idílica de playa americana con una playa kilométrica, hoguera,
guitarra, vasos rojos y chicas guapas que bailan al son de las baladas, podéis
borrarlo de vuestra mente. En mis cuatro meses allí jamás pise siquiera la
arena. La temperatura del agua era más propia del Desembarco de Normandía, la
lluvia impedía plantearse encender una hoguera, y el resto de imágenes se caen
por su propio peso.
Pero
yo no necesitaba aquello. Con mi bici y mi chubasquero me creía el rey del
mundo cuando no era más que otro extranjero en un país plagado de ellos. En la
Residencia tenía varios amigos irlandeses de mi edad gracias a los cuales
mejoré mucho en mi inglés hablado y enriquecí mi diccionario de palabrotas.
Por motivos que no son del caso, pero más
debido a la edad que a ninguna enfermedad en particular, murió el abuelo de uno
de mis compañeros. Al día siguiente tendría lugar el entierro y al siguiente el
funeral. Personalmente se me olvido por completo. Y allí estaba yo en la puerta
de la casa, resguardándome bajo una pequeña cubierta para no mojarme con la
incesante lluvia mientras fumaba unos de mis cigarros de contrabando traídos de
España. Joe abrió la puerta en mangas de camiseta, miró como estaba el tiempo,
me vio y salió a fumar. Yo estaba tiritando a pesar de llevar varios
calcetines, jerseys, camisetas, abrigo y, porque no se comercializan que si no
los llevaría, unos hipotéticos calzoncillos de forro polar. Él se quedó con su
camiseta y su pitillo y no le tembló un músculo. Probablemente hasta sudó. Me
comentó que ese día era lo del abuelo de Adam y me invitó a ir con él. Yo,
obviamente me apuntaba a un bombardeo, y eso que no sabía lo que me esperaba.
Teniendo en cuenta que por diversión me había rapado la cabeza al cuatro y con
una pequeña cresta en medio, nos arreglamos en la medida de nuestras
posibilidades. Llegamos a la Iglesia y el sacerdote dijo unas palabras, rezamos
algunas oraciones por el difunto y salimos lentamente. Hasta aquí, todo sigue
siendo muy normal.
Tras el
pertinente piti en la puerta de la iglesia Joe me preguntó si me iba con él al
hotel donde continuaría el funeral. Sin poder hacerme una idea de lo que era
aquello no dudé en seguirle hasta allí.
Entramos en un
gran salón del hotel. Todos vestían de chaqueta y corbata salvo dos
desarrapados, entre los que me encuentro, que íbamos con camiseta y zapatillas.
Yo no me había preparado para aquello, pero ahora tocaba apechugar. Fue como
abrir una puerta en mi televisión y meterme en el mundo de las películas.
Siempre me había parecido muy curioso ese detalle de los funerales americanos.
Todo el mundo comiendo y bebiendo en
casa del fallecido mientras la viuda preparaba deliciosos aperitivos
vestida de negro riguroso. En un principio sacaron té, café y pastas. Mi
estómago bostezó de aburrimiento y yo, para no hacer también lo propio, me tomé
un cafelito. Cuando alguien se acercaba a nosotros asentíamos con la cabeza a
modo de saludo y poníamos cara de absoluta compunción. Algunos incluso se
acercaron a hablar con nosotros y se interesaban por nuestra procedencia.
Justo en el
momento en que mi cerebro estaba haciendo la operación de traducción para
comunicarle a mi amigo “Nos piramos de aquí, pero ya”, una puerta se abrió al
fondo del salón. Dos camareras empujaban un gran carro. Todo el mundo se daba
la vuelta. Por un momento pensé que podía ser el ataúd del finado, pero
inclinándome ligeramente a la izquierda pude ver lo que parecían bandejas y
bandejas de comida. Casi me desmayo. Nuggets, sándwiches, salchichas, patatas…
En mi mente comenzó a sonar música de fiesta mezclada con el Aleluya y algunos
compases de Buleria de Bisbal. Mi estómago empezó a tener pensamientos impuros
y yo me daba pequeños golpes en la espalda como diciéndome: “Valió la pena la
espera, hijo”.
Joe y yo
tomamos posiciones. Comíamos. Mezclar los nuggets con café me pareció asqueroso,
asi que dejé mi taza. Joe me miró y me dijo que ahora íbamos a por las
cervezas.
¿Perdón?
Sí. Cervezas.
Tamaño pinta. Es decir, muy grandes. Me explicó que ese día lo normal era beber
dos o tres pintas(bebimos tres) y se descansaba para el día siguiente.
¿Que había un
día siguiente?¿Y había que descansar?
Al día
siguiente había misa funeral. Luego se volvía al hotel y daban de comer como si
no hubiese mañana y todos bebían cerveza hasta que la mismísima señora O´Hara
callese redonda al suelo.
Desde ese
momento mi mirada cambió. En las señoras mayores que antes me saludaban yo solo
veía futuros funerales próximos a ser invitado. No hubo tal suerte, pero aquel
lo disfruté. Fue toda una experiencia que me sorprendió mucho. Años más tarde,
en una entrevista de trabajo, cuando me empezó a hablar en inglés, me preguntó
que era lo que más me había llamado la atención en mi estancia en Irlanda. Esta
fue la historia que le conté. La cara de la entrevistadora iba aumentando en
perplejidad a medida que avanzaba la historia. Me ficharon.
En mi
Residencia vivía un sacerdote al que yo le expliqué lo extraño que había sido
para mi. Que solo lo había visto en las pelis. Que en España era diferente. Me
miró extrañado y me dijo:
“En España
sois unos paletos”
Y tenía razón.
Quizás no llegar a los extremos de la señora O´Hara, pero el día que yo muera
me gustaría que se celebrará una fiesta para celebrar, que si Dios quiere, yo
haya alcanzado mi meta.