DÍA 10
No
es una verdadera historia de amor, más bien todo lo contrario, de horror.
En
los autobuses uno puede ser participe involuntario de muchas muestras de
cariño. En ocasiones son los novios de beso sonoro seguido de pompa de chicle y
de un “estas mazo de buena, cari”. Muy desagradable. Tampoco es plato de buen
gusto asistir a una llamada telefónica de discusión de pareja. Todos los
pasajeros disimulan que aquello no va con ellos, pero en el fondo están
metiendo oreja como el resto. El sonido del altavoz está tan alto que puedes
escuchar ambos lados de la línea telefónica. Los oyentes de la discusión
comienzan a tomar partido por alguna de las partes. Si fuera una película
americana de las de antes, el conductor se daría la vuelta con una sonrisa y
entonaría una canción pegadiza que todos seguiríamos. Sin embargo, si fuese una
película española alguien se desnudaría sin motivo aparente.
Pero
esta es una historia real de la que soy protagonista.
Todo
empezó cuando mis padres me sacaron mi primer abono transporte. Un pequeño
cartón plastificado de color naranja con mi foto pegada. Me sentía mayor. Era
el paso previo al cartón rosa que te permite conducir libremente por el Reino
de España. Solía volver del club Argüelles con
mi hermano Josemaría y, más tarde, también se unió Bosco. De vuelta
desde el Intercambiador de Moncloa, el autobús verde de la Autoperiferia salía
a la carretera tras una rampa muy brusca que nos dejaba directamente en el Bus
VAO( un carril para buses o coches con dos o más ocupantes que hay en Madrid).
El camino era mucho más rápido, pero el problema es que nos dejaba una parada
más allá de nuestra casa, con lo que teníamos que desandar el camino recorrido.
Según bajábamos del bus, enfrente había una parada en sentido contrario. Ahora
teníamos el poder. Con el abono podíamos hacer viajes ilimitados, así que
claramente nos montábamos, enseñábamos el anaranjado salvoconducto y corríamos
hacia la puerta trasera para dar al botón de parada. Por alguna extraña razón,
siempre pensé que nos podían decir algo, que nos iban a llamar la atención
algún día. Durante los quince segundos que pasábamos en el autobús, tenía la
sensación de que todo el mundo nos miraba indignados por nuestra actitud. Es
estúpido, pero un día la peor de mis pesadillas parecía estar haciéndose
realidad. No sabía que iba a ser mucho peor de lo que pensaba.
Entré
mostrando mi abono. Educadamente di las buenas noches. Agarré la barra de la
puerta trasera y apreté el botón. Se iluminó el cartel de Parada Solicitada y
noté las miradas que se agolpaban en mi nuca. Se formó un pequeño atasco, con
lo que mi estancia en aquella cárcel se alargaba. En ese momento, a través del
gran espejo retrovisor interior, me encontré con la cara del conductor que
miraba hacia mi con una sonrisa. Levantó las cejas. Yo sonreí tímidamente
esperando mi condena. Volvió a mirar hacia mi. Otra sonrisa. Yo levanté las
cejas en respuesta. Por Dios, ¿por qué no llegábamos ya?
Mis
súplicas obtuvieron respuesta. Llegaba nuestra parada y con ella la libertad.
Nueva sonrisa del conductor, pero esta vez acompañada de un levantamiento de la
mano. Movió los dedos delicadamente y entendí que se estaba despidiendo. Como
diciendo “te he pillado, pero por esta vez que pase”. Agradecí su misericordia
y bondad y, como muestra de ello, levanté yo la mano y moví mis dedos sintiendo
ultrajada toda masculinidad.
En
ese momento, mi mirada periférica me hizo volver a la realidad. En mi
retaguardia izquierda veo que la mano de una chica se alza y despide
enamoradiza a su amado conductor. Tierra trágame. Las puertas no se abrían y
hasta la última gota de sangre de mi cuerpo se alojó en mi cabeza. ¡Abrete!
Se
abrió. Corrí. Reí. Nunca más volví a usar el autobús.
(Esto último es una licencia
literaria que me he tomado. Seguí usando el Transporte Público muchos años más)
“En la actualidad Rafa vive en Madrid y suele
ir a los sitios en coche”