DÍA 22
Hay
personas que en momentos cariñosos han recibido el apelativo de gordo, gordito,
gordi, etc. En el caso que ahora pretendo contar, lo único que se puede decir
de los protagonistas, entre los que me encuentro, es gordo. Pero gordo con L.
GOLDO.
Era
mes de julio. En estas fechas, en las calles de Madrid comienza a notarse la
desertificación veraniega. Con esta premisa, los negocios sacan sus mejores
armas, sin saber que a veces se pueden volver contra ellos. Era momento de
ofertas.
Eugenio
y yo circulábamos por el parking del Decathlon de Majadahonda. Al fondo, en el
restaurante Búfalo Grill un gran cartel nos recibía con música celestial. “Todas
las costillas que quieras por 12 euros”. Estaba todo dicho. Habían captado mi
atención y así lo hice notar con un frenazo en la puerta que casi nos obliga a
comernos el volante. Aparcamos el coche y entramos rápidamente.
El
local estaba absolutamente vacío. Por dentro era de madera, lo que me recordó
al viejo restaurante abandonado en el que empezaba la aventura de Los Goonies.
¿Sería este el comienzo de una buena historia? Sentado en un taburete de la
barra estaba el que parecía ser el encargado y único inquilino del local. El
mensaje publicitario era bastante claro, pero no queríamos dudas ni vernos
sorprendidos por la letra pequeña. Básicamente, nuestra pregunta fue: “Pero…¿todas,
todas?” “Sí, todas” respondió. “Disculpe, igual no me he expresado bien…¿Todas?”
“Sí, una vez que acabes el costillar, te ponemos otro” Creo que volvimos a
preguntarle hasta tres veces más para asegurarnos. A él no le hizo mucha
gracia, pero menos le iba a hacer cuando volviésemos esa misma noche.
El
objetivo estaba marcado, pero era necesario un equipo con los mejores. Cuando
atracas un banco o un casino necesitas un grupo con diferentes habilidades. En
nuestro caso lo que buscábamos era un mismo perfil. Auténticas limas. La
actitud del encargado no me había gustado y mi estómago clamaba venganza. Esa
noche íbamos a desbancar el Búfalo Grill.
Eugenio,
Charlie, Rata, Lillo, Josemaría y yo (había alguno más que ahora no recuerdo).
En aquella época en que el wassap no era más que un sueño, los móviles había
estado echando chispas toda la tarde. Al final el equipo se había montado. Sin
disfraces, sin tecnología, sin engaños. Éramos nosotros contra la cocina.
Las
bebidas se pagaban aparte. Bebimos agua. Como entrante nos trajeron una
ensalada. Separamos las hojas secas esparciéndolas por el plato haciendo ver
que ya habíamos comido. Nos mirábamos relamiéndonos pensando en lo que se nos
venía encima. Retiraron los platos. Como si fuese la salida de un premio de
formula uno, nuestros estómagos rugían expectantes.
Se
abrió la puerta de cocinas. Cámara lenta. Si la vida hubiese tenido banda
sonora se oiría la música de Ocean´s Eleven. Cada uno recibió una fuente con su
propio costillar acompañado de patatas fritas. No recuerdo quien fue, y aun así
tampoco diría su nombre para no delatar su falta de profesionalidad, cogió una
patata humeante y se la llevó a la boca. Debería haberle hecho escupirla, pero
simplemente le recriminé. “Las patatas las comes en casa cuando quieras, y
además te llenan un montón. ¿Has perdido la cabeza?” Asintió con un gesto y se
dispuso a cumplir la misión.
Empezamos
a comer. Costilla. Costilla. Costilla. Respiro. Costilla. Agua. Costilla. Nadie
habla. Con un guiño a la camarera entiende que necesitamos un segundo costillar.
Continuamos con el proceso.
Al
terminar la segunda fuente aparecen las primeras complicaciones. No llegó la policía,
no se nos estropeó el sistema de control de ascensores, no falló el número de
contraseña de la caja fuerte, simplemente parecía que teníamos una baja.
Josemaría levantó la mano y dijo que no podía más, que se iba. Que vergüenza.
Mi propio hermano era el que iba a traicionarnos. Pero los equipos están para
eso, para no romperse, para apoyarse en todo momento y compartir su sabiduría.
Charlie le miró con desgana y le preguntó “Pero, ¿te has desabrochado el
pantalón?” La solución había funcionado. Seguíamos todos. La nueva holgura de
pantalón le permitió continuar.
Cuando
habíamos terminado el cuarto costillar cada uno levanté la mano pidiendo un
quinto. No hay quinto malo que dicen, y tenían razón. Fue con el quinto cuando
la banca estalló. “¡No pienso traeros más!¡ No me responsabilizo de lo que os
pueda pasar!” Estaba de los nervios. Con mucha calma le dije: “Estupendo. Bajo
nuestra responsabilidad. Tráiganos otro costillar” No se podía controlar. “¡Fuera
de aquí!¡No pienso daros más!”
Los
gritos y mis peticiones del quinto costillar se fueron sucediendo. Pero yo ya
no quería más. Estaba satisfecho. Nos echaron. Nos echaron de un Come todo lo
que quieras. Salimos con la cabeza bien alta, y alguno con el pantalón
desabrochado, pero victoriosos.
Al
día siguiente pasamos por delante y vimos que habían quitado el cartel.
Aquel
fue mi Casino Bellagio.
Que
se prepare McDonalds.