domingo, 29 de abril de 2012

COME TODO LO QUE QUIERAS


DÍA 22

                Hay personas que en momentos cariñosos han recibido el apelativo de gordo, gordito, gordi, etc. En el caso que ahora pretendo contar, lo único que se puede decir de los protagonistas, entre los que me encuentro, es gordo. Pero gordo con L. GOLDO.

                Era mes de julio. En estas fechas, en las calles de Madrid comienza a notarse la desertificación veraniega. Con esta premisa, los negocios sacan sus mejores armas, sin saber que a veces se pueden volver contra ellos. Era momento de ofertas.

                Eugenio y yo circulábamos por el parking del Decathlon de Majadahonda. Al fondo, en el restaurante Búfalo Grill un gran cartel nos recibía con música celestial. “Todas las costillas que quieras por 12 euros”. Estaba todo dicho. Habían captado mi atención y así lo hice notar con un frenazo en la puerta que casi nos obliga a comernos el volante. Aparcamos el coche y entramos rápidamente.

                El local estaba absolutamente vacío. Por dentro era de madera, lo que me recordó al viejo restaurante abandonado en el que empezaba la aventura de Los Goonies. ¿Sería este el comienzo de una buena historia? Sentado en un taburete de la barra estaba el que parecía ser el encargado y único inquilino del local. El mensaje publicitario era bastante claro, pero no queríamos dudas ni vernos sorprendidos por la letra pequeña. Básicamente, nuestra pregunta fue: “Pero…¿todas, todas?” “Sí, todas” respondió. “Disculpe, igual no me he expresado bien…¿Todas?” “Sí, una vez que acabes el costillar, te ponemos otro” Creo que volvimos a preguntarle hasta tres veces más para asegurarnos. A él no le hizo mucha gracia, pero menos le iba a hacer cuando volviésemos esa misma noche.

                El objetivo estaba marcado, pero era necesario un equipo con los mejores. Cuando atracas un banco o un casino necesitas un grupo con diferentes habilidades. En nuestro caso lo que buscábamos era un mismo perfil. Auténticas limas. La actitud del encargado no me había gustado y mi estómago clamaba venganza. Esa noche íbamos a desbancar el Búfalo Grill.

                Eugenio, Charlie, Rata, Lillo, Josemaría y yo (había alguno más que ahora no recuerdo). En aquella época en que el wassap no era más que un sueño, los móviles había estado echando chispas toda la tarde. Al final el equipo se había montado. Sin disfraces, sin tecnología, sin engaños. Éramos nosotros contra la cocina.

                Las bebidas se pagaban aparte. Bebimos agua. Como entrante nos trajeron una ensalada. Separamos las hojas secas esparciéndolas por el plato haciendo ver que ya habíamos comido. Nos mirábamos relamiéndonos pensando en lo que se nos venía encima. Retiraron los platos. Como si fuese la salida de un premio de formula uno, nuestros estómagos rugían expectantes.

                Se abrió la puerta de cocinas. Cámara lenta. Si la vida hubiese tenido banda sonora se oiría la música de Ocean´s Eleven. Cada uno recibió una fuente con su propio costillar acompañado de patatas fritas. No recuerdo quien fue, y aun así tampoco diría su nombre para no delatar su falta de profesionalidad, cogió una patata humeante y se la llevó a la boca. Debería haberle hecho escupirla, pero simplemente le recriminé. “Las patatas las comes en casa cuando quieras, y además te llenan un montón. ¿Has perdido la cabeza?” Asintió con un gesto y se dispuso a cumplir la misión.

                Empezamos a comer. Costilla. Costilla. Costilla. Respiro. Costilla. Agua. Costilla. Nadie habla. Con un guiño a la camarera entiende que necesitamos un segundo costillar. Continuamos con el proceso.

                Al terminar la segunda fuente aparecen las primeras complicaciones. No llegó la policía, no se nos estropeó el sistema de control de ascensores, no falló el número de contraseña de la caja fuerte, simplemente parecía que teníamos una baja. Josemaría levantó la mano y dijo que no podía más, que se iba. Que vergüenza. Mi propio hermano era el que iba a traicionarnos. Pero los equipos están para eso, para no romperse, para apoyarse en todo momento y compartir su sabiduría. Charlie le miró con desgana y le preguntó “Pero, ¿te has desabrochado el pantalón?” La solución había funcionado. Seguíamos todos. La nueva holgura de pantalón le permitió continuar.

                Cuando habíamos terminado el cuarto costillar cada uno levanté la mano pidiendo un quinto. No hay quinto malo que dicen, y tenían razón. Fue con el quinto cuando la banca estalló. “¡No pienso traeros más!¡ No me responsabilizo de lo que os pueda pasar!” Estaba de los nervios. Con mucha calma le dije: “Estupendo. Bajo nuestra responsabilidad. Tráiganos otro costillar” No se podía controlar. “¡Fuera de aquí!¡No pienso daros más!”

                Los gritos y mis peticiones del quinto costillar se fueron sucediendo. Pero yo ya no quería más. Estaba satisfecho. Nos echaron. Nos echaron de un Come todo lo que quieras. Salimos con la cabeza bien alta, y alguno con el pantalón desabrochado, pero victoriosos.

                Al día siguiente pasamos por delante y vimos que habían quitado el cartel.

                Aquel fue mi Casino Bellagio.

                Que se prepare McDonalds.

viernes, 27 de abril de 2012

LA BIBLIOTECA


DÍA 21

                La biblioteca de la Facultad de Derecho es un sitio en el que no se puede estudiar. Es cierto que el nombre biblioteca indica todo lo contrario, pero en este caso, fue diseñada para otros fines. Pasarela de modelos, sala de lectura de periódicos (Marca preferiblemente), espacio de ligue, pero rara vez de estudio. Lo único que tiene en común con el resto, es que se permite alquilar libros. Teniendo en cuenta el volumen de los tochos a estudiar en Derecho y su precio desorbitado, para el préstamo era bastante práctica.

                Una vez situados en el lugar de los hechos, creo que podemos pasar a describir los mismos.

                Ocho y media de la mañana. Minuto arriba, minuto abajo. Con los dedos de las manos bastaba para contar los usuarios en aquel momento. Mi hermano Josemaría, mi amigo Eugenio y yo (probablemente después de haber sufrido uno de los conocidos atascos) queremos devolver un libro. Nosotros sabíamos cual era el funcionamiento. Alquilas un libro y lo devuelves antes de la fecha límite. En caso de no devolverlo, se te multaba con días en los que no podías retirar nuevos ejemplares. Lo que jamás podíamos imaginar es que los puntos de colores que llevaban pegados los volúmenes en sus lomos tenían algún significado. Pero los tenían. No los recuerdo bien, salvo la excepción del punto rojo.

                El punto rojo (expresión que hace temblar a toda persona que haya cursado el parvulario en Orvalle), significa que ese libro no puede, bajo ningún concepto, ser sacado de la biblioteca. Solo intentarlo haría saltar las alarmas al atravesar los arcos magnéticos en las puertas de salida.

                Y ahí estábamos los tres. Con un libro Punto rojo, sacado por ignorancia y fallo del sistema de seguridad, ante el bibliotecario que en ese momento estaba de turno. Trataré de ser lo más fidedigno en explicar lo que ocurrió.

“Hola, venía a devolver este libro” dice Eugenio en voz baja para no molestar.

El bibliotecario levanta la mirada preparado para cumplir con una de sus tareas de forma rutinaria. Su cerebro se activaría a esa hora tan temprana con la orden “Devolución de libro” y el proceso a seguir. Peros sus ojos se abrieron como platos. Abrió la boca y retiró la silla hacía atrás. “¿Es un punto rojo?!” preguntó alzando la voz. Eugenio, extrañado, giró el libro y vio una pegatina circular del color indicado. Uniendo las piezas en su cabeza, constato que aquello era, en efecto, lo que se le preguntaba. “¿Sí?” Respondió dubitativo.

“¡¿Un punto rojo?!” La voz ya subió bastantes tonos. Las cabezas que hasta ahora fingían concentración empezaron a levantarse curiosas por ver lo que sucedía. Nosotros tres nos miramos con cara de no entender absolutamente nada. El bibliotecario se llevaba las manos a la cabeza. Sus compañeros asomaban detrás de las puertas no pudiendo creer lo que estaba pasando. Un punto rojo para devolución. La leyenda empezaba a forjarse.

“¿Tú sabes que estos no se pueden sacar? ¿Tú sabes lo que te puede pasar por esto?” No podíamos creer lo que estaba ocurriendo. Se acerca un compañero y le pregunta qué pasa. “¡Ha sacado un punto rojo!” “¿Un punto rojo? ¡No es posible!” Responde también alarmado. Creí que una alarma iba a empezar a sonar desprendiendo luces de colores. Unos agentes de bibliotecas iban a descender del techo haciendo rappel como en las películas de policías. Probablemente Eugenio fuese expulsado de la Universidad, no sin antes hacer escarnio público de él en la puerta de la Facultad.

                Todos los bibliotecarios se reunieron ante el mostrador. “No sé lo que te va a pasar chaval, no lo sé. Pero atente a las consecuencias.” Se arremolinaron ante el ordenador de préstamos. Esto no lo vi, pero dado el cariz que tomó la situación, supongo que los dos bibliotecarios de mayor antigüedad sacaron “la llave”. De forma simultánea las introdujeron en sus respectivas ranuras y las hicieron girar desbloqueando el sistema. Nos temíamos lo peor.

Cogió el libro. Pasó el código de barras por el escáner. Varios pitidos.

Se dio la vuelta y mirando fijamente a los ojos a Eugenio, dijo:

“Dos días sin poder sacar libros”

                ¿Tanto lío para eso?

Una conclusión saqué de aquella experiencia.

Bruce Willis estaría orgulloso de aquel bibliotecario.

jueves, 19 de abril de 2012

FÚTBOL EN EL RECREO


DÍA 20

                En mi colegio, como en casi todos los que hay en España, el fútbol es una religión. El que no lo practica o, al menos, le gusta, suele tener unos años de infancia un poco más solitarios que el resto. A la hora del descanso no había posibilidad de dudas. Se jugaba al fútbol. No es que no hubiese otras opciones, sino que se descartaban de antemano.

                “¿Hay bola?” Se oía gritar antes de salir de clase. El que la había traído levantaba un brazo en señal de victoria con el trofeo en la mano. Había partido. Se cruzaban algunas miradas buscando compañeros de equipo para aquella contienda y todos se ponían bien en su sitio para salir los primeros.

                Al llegar al campo todo debía ser muy rápido. No había tiempo que perder. Pares. Nones. Los dedos decidían la suerte de los capitanes y se elegían los equipos. En juego no había ningún trofeo o premio, solo el orgullo y el poder restregar al contrario la victoria hasta el próximo descanso.

                Si tenías suerte, en tu equipo había un portero. Si no, último en tocar el larguero se queda. Actualmente, el hecho de que la novia de Casillas sea tan famosa y, para algunos, guapa, hace que este problema no exista. Sobran porteros.

                Hasta aquí no hay nada extraño. Niños que sueñan con acabar las clases para poder salir a jugar al fútbol. Supongo que en todos los colegios ha sido así desde tiempo inmemorial y así seguirá. Pero yo voy a hablar de lo que pasaba(y pasa) en Retamar.

                Ciento sesenta niños en una promoción encerrados en un mismo campo. Número mínimo de balones: Seis. Uniforme: todos con pantalón gris y sudadera azul. Balones: todos iguales( Telepizza y Coca Cola hicieron varias promociones con balones de regalo que hacían todo más complicado). El lío estaba organizado.

                Y entonces es cuando surgía la magia. Si fuese una película, probablemente empezaría una música instrumental y algunos planos de cámara lenta. De un modo que aún hoy desconozco, todos sabían a quien pasar, a quien quitarle el balón, cuál era su balón y ver un desmarque entre “muchas líneas”. En ocasiones, incluso se trenzaban jugadas propias de un alto nivel futbolístico. Los pases medidos al pie, los regates en un palmo de terreno y el disparo buscando la escuadra donde estaba el portero de “otro” partido hicieron depurar mucho la técnica de los chavales.

                Si alguien tocaba un balón que no era de su partido, la reprimenda era peor que lo que un profesor podía decirte por escupirle en la cara. De esta forma, se incrementaba la concentración de los jugadores que seguían el balón con la mirada en todo momento. También se daban situaciones en que el portero se enfrascaba en una conversación con otro de los cancerberos y era sorprendido por un contrataque de gran velocidad. Una vez más, los gritos le quitaban las ganas de volver a distraerse. Además, se quedaba bajo los palos hasta el próximo gol.

                Tres pitidos, como si de un arbitro se tratase, marcaban el final del descanso y con él, el del partido. No había repeticiones de las mejores jugadas, no había polémicas posibles. Todos corrían para beber en las fuentes y en los baños. La espera en la cola para tu turno se convertía en una animadísima rueda de prensa con todo tipo de discusiones. Al alcanzar el agua te refrescabas como podías y llegabas a clase completamente sudado. Pobres profesores de adolescentes. Lo que deben sufrir.

                ¿Todo había terminado? Un guiño a un compañero de equipo. Una burla al contrario. Entraba el profesor con prisa y te sentabas con cara de estar concentrado, pero tu cabeza seguía en el campo.

                En el siguiente descanso nos veríamos las caras de nuevo.

martes, 17 de abril de 2012

EL PELUQUERO


DÍA 19

                Un momento crucial en el devenir del tiempo de un hombre es el día que te toca ir al peluquero. Todavía quedamos algunos especímenes extraños que nos cortamos el pelo en intervalos de tiempo largos. Según la salud capilar puede ser un mes, dos meses, etc. Lejos quedan los años en que los futbolistas y famosos hacían esto mismo. Un buen día saltaba el Madrid al campo y alguien decía, “¡Mira! Michel se ha cortado el pelo” o “Vaya cara de imbécil le ha quedado a Sanchís”. Ahora nadie es capaz de saber que día concreto se ha cortado las puntas el jugador del momento. El único modo de saber que ha pasado por la “pelu” es porque se ha puesto mechas, trencitas o se ha peinado la melena a capas. La expresión de sorpresa estos días no es por el corte de pelo, sino porque se ha hecho un nuevo tatuaje. En fin, lamentable.

                Pero para el resto de los mortales, la visita al barbero es indispensable. Algunos, ante su incipiente calvicie, han decidido comprarse una maquinilla y se afeitan la cabeza en casa. Aun así, los peluqueros siguen trabajando. Pueden ser de muchos tipos y de muy variadas conversaciones.

                El primer espécimen  es el Peluquero Futbolero. La primera pregunta antes de nada no es como quieres que te deje el pelo, sino de qué equipo eres. Lo más sencillo en estos casos es manifestarse como hincha del equipo local. De este modo, ante la coincidencia de colores, te aseguras dos cosas. Te cortará bien el pelo y además él solito hablará durante toda la faena. Entre que está la radio puesta( Cadena 100 con Manolo García, probablemente) y el sonido del chas chas de las tijeras no para de taladrar tus oídos, no te enteras de nada. Cuando, por el contexto y sus gestos, notas que hace alguna pregunta, respondes que sí o que no según leas la situación.

                Luego está el Peluquero Político, mucho menos común, pero que suele aparecer en épocas de elecciones o graves crisis nacionales. En estos casos hay que mantenerse neutral . La política es muy puñetera y ese tío tiene en su mano una cuchilla muy tentadora. Para arriesgar, ya inventaron los casinos.

                En tercer lugar, y cada vez más de moda, está el Peluquero Mariquita. Antes de empezar el corte te toca el pelo y hace comentarios del tipo “Uff, chico, tienes que hidratar más el pelo” “Me encanta este color ,¿es natural?”. En muchos casos insiste en lavartelo y te encuentras en una situación agridulce. Por un lado, la sensación de que te laven el pelo es una gozada, pero por otro no estas cómodo. Cuando tiene que igualar las patillas se acerca demasiado y respira de modo muy sonoro. La próxima vez buscas otra peluquería.

                Podríamos enumerar muchos tipos más, pero el más auténtico de todos es el Barbero de Toda la Vida. El que no pregunta, habla de lo que le apetece y con quien le apetece, si te hace un corte con la navaja te escupe, y al final, en vez de quitarte los pelos con un cepillo, te da una colleja.

                Sean del tipo que sean, los peluqueros tienen algunas costumbres comunes a todos. Pregunten o no sobre lo que quieras que te hagan, al final hacen lo que les da la gana, con lo que durante todo el pelado rezas pidiendo un milagro. Nunca ocurre. Siempre sales pensando que tienes pinta de imbécil(y la tienes).

                Después de toda la parafernalia del babero, el papel del cuello, etc, cuando acabas, siempre estas lleno de pelos por todos lados. Por si no te había caído ninguno durante el corte, el peluquero tiene a bien sacudir el babero  de tal forma que al quitártelo te deje perdido. No hay quién se libre de una ducha posterior. Si no, el picor de espalda se encargará de mortificarte toda la jornada.

                Pero la más absurda de todas, es cuando te pasan el espejo por el cogote para que veas como has quedado. Son unos segundos muy tensos en los que no sabes muy bien que hacer. Asientes con la cabeza. Haces algún ruido afirmativo. El peluquero mueve el espejo hacia otro ángulo. Sigues sin entender muy bien tu función. Nunca te has visto por la espalda, así que no tienes muy claro si ha quedado bien o mal. Finalmente se retira y procede al cobro de sus honorarios.

                Mientras vas a pagar, otro se acerca atemorizado al potro de tortura capilar mientras te mira. En ese momento chequeas en algún espejo si te han hecho algún estropicio grave. Te das cuenta de que no hay nada nuevo.

 Simplemente, una vez más, sales del peluquero y pareces imbécil.

miércoles, 11 de abril de 2012

LA FERIA DEL GOURMET(2)


DÍA 18

                Después de unas merecidas vacaciones volver a escribir cuesta un poco más. Podría haber dejado esta aventura, pero la verdad es que me está gustando mucho y comienza a ser como una droga. Creí haberme desintoxicado en Semana Santa, pero en cuanto me he sentado ante mi folio en blanco de hoy, un escalofrío ha recorrido todo mi cuerpo. Estoy enganchado.

                Hagamos memoria. Feria del Gourmet. Tarjetas. Traje. Gorrones, pero con clase. Dejamos en el tintero una cata de vinos espectacular, así que no perdamos más líneas y vayamos al grano.

                Vielva y yo nos presentamos en el stand de los vinos, pero de los muy buenos. No nos íbamos a andar con tonterías. Nuestro hotel merecía lo mejor de lo mejor. Teníamos un chef conocido, del cual no recuerdo ya el nombre, y necesitábamos una estupenda carta de vinos. En resumen, esto fue lo que vendimos a aquel representante. Captó el mensaje y nos hizo sentar en una mesa mientras él iba a traer los mejores caldos de sus bodegas. Esperábamos sentados sin apenas mirarnos, pues al mínimo contacto visual nos entraba la risa floja.

                Ante nosotros se alineó la mejor selección vitivinícola del país. Empezaríamos por lo blancos. “Perfecto”, asentimos los dos. Junto a las botellas, trajo un cubo grande y plateado. A primera vista todo hacía indicar que era una hielera. Igual quería enfriar el vino blanco. No importaba, nosotros a lo nuestro.

                Abrió la primera botella y nos puso un poco en cada una de nuestras copas. Aquel era el momento crucial. Podíamos tirar todo nuestro trabajo por la borda o proseguir con la degustación. Aguantar la risa en esa situación mereció un esfuerzo titánico. Todavía hoy me pregunto como fui capaz de lograrlo. Vielva tomó su copa y empezó a moverla haciendo círculos. La miró al trasluz con cara de auténtico entendido e introdujo la nariz tratando de catar su olor. Yo hice lo mismo. Bebimos y paladeamos aquel néctar. Cerré los ojos en actitud de concentración, pero en realidad lo que pensaba era: “Y ahora, ¿qué coño le digo yo a este tío?”. Debió leerme la mente porque en ese preciso instante comentó: “Este vino ha pasado X años en barrica de X y bla, bla, bla” Obviamente no me quede con los detalles, pero me sirvió para asentir y comunicarle que ya lo había notado, que aquel olor y bla, bla, bla. Coló.

                Quedaba un dedo de vino en cada copa y teníamos que probar el siguiente. No teníamos más copas, así que sin pensarlo dos veces, nos lo bebimos de un trago. Los vinos fueron desfilando por la mesa, y por cada uno que probábamos, lingotazo para el cuerpo. Cuando llevábamos diez, nuestro anfitrión cató uno de los vinos. Movió la copa luego y, el dedo de líquido que quedaba, lo derramó en lo que nosotros habíamos pensado que era una hielera. Mierda. Nos miramos con cara de circunstancia e hicimos lo mismo que él. Después de la ronda de chupitos que nos habíamos dado, empezábamos a estar entonados.

                Terminamos con los blancos y pasamos al plato fuerte. Los tintos. La táctica de lanzar el vino restante a la hielera nos hacía sentir mucho más profesionales. Cuando ya había perdido la cuenta del número y tipo de vinos catados, él volvió a hacernos una cata demostración. Esta vez, ni siquiera tragó el vino. Lo saboreó y acto seguido lo escupió en el ya famoso cubo plateado. Me pareció sublime y yo no podía ser menos que él. En el siguiente vino haría lo mismo.

                Movimiento circular. Vista al trasluz. Nariz en copa. Prueba. Paladeo. Me acerco la escupidera y me entra ligeramente la risa, con lo que escupo a la vez que río y hago un poco de efecto aspersor.

                Aquello había sido suficiente. Me limpié y le dije. “Estupendo, nos quedamos con tu tarjeta. Vamos a dejarlo aquí, porque tenemos que hacer varias catas y nos estamos agarrando una pequeña moña”

                Me miró con una cara de asco que nunca podré borrar de mi memoria y contestó. “Pues claro, en las catas de vino no hay que bebérselo” Sólo le falto añadir algún insulto que seguro pensó para sus adentros.

                Ya podría haberlo dicho antes.

 Y tan contentos, literalmente, nos fuimos a comer un poco de ternera gallega y gazpacho andaluz. Si sería por comida…