DÍA 17
El día
anterior a los hechos narrados recibí una oferta que no podía rechazar. “Rafa, tengo
entradas para la Feria del Gourmet, ¿te apuntas?” Gourmet, gourmet, lo que se
dice gourmet, no soy. Soy más de menú combi en el Burguer King y de beber, albóndigas.
Pero algo dentro de mí me avisaba que lo iba a pasar muy bien.
Hay
dos formas de ir a una Feria de Gourmet. A gorronear, y a gorronear, pero con
clase. Ahora todo el mundo piensa que lo que voy a decir es invención de Barney
Stinson, incansable mujeriego de la serie Como conocí a vuestra madre, pero
esta frase yo la aprendí de mi padre. “Vestido de traje, se te abren todas las
puertas”. Nos pusimos nuestras mejores galas para la ocasión, pero
necesitábamos algo más. De camino a la cita, hicimos una parada en el Hipercor
de Pozuelo. 30 tarjetas de visita por 5 euros. Nos inventamos un nombre de
empresa que diese el pego y pusimos números al azar que formaron nuestros
teléfonos.
A
nuestra llegada al evento vimos manadas de gorrones vestidos de calle, en su
gran mayoría de chándal. Les miramos por encima del hombro. No por su forma de
vestir, sino por su condición de aficionados. Nos acercamos a un stand de los
que me gustan, en los que la comida cuelga del techo. Es decir, jamones y
embutidos, nada de verdura. Sobre el mostrador estaban dispuestos varios platos
llenos de petróleo porcino esperando a ser degustados por cliente y
proveedores. No tuvieron esa suerte. Los aficionados se abalanzaron sobre ellos
y no hicieron prisioneros. Algunos luchaban con otros tirando de una loncha de
lomo por ambos lados. Otros mordían a los que acercaban su mano al plato. Allí
nadie dijo la frase “¿quién quiere el de la vergüenza?” sino que chupaban los
platos sin pudor. Dos metros más atrás, desde la barrera, Vielva(mi amigo) y yo
con los brazos cruzados mirábamos con cara de interés las piezas de jamón.
Simulamos hacer alguna anotación en una libreta. El encargado hizo contacto
visual con nosotros y cargo los torpedos. Blanco fijado. Empezó a espantar a
todos los rapiñadores abroncándolos por su actitud y se acercó hasta nuestra
posición. Nuestros codos chocaron de forma indetectable como señal de victoria.
“Buenos
días, ¿cómo estáis? Es que aquí la gente solo viene a comer, y a gorronear. No
hay quien pueda con esto” Nos dijo a la vez que estrechaba nuestras manos.
“Sí,
la verdad es que es una pena…” Asentimos los dos con cara de circunstancia
mientras mi estómago empezaba a segregar jugos.
El
comercial lanzó el primer torpedo. “¿Queréis un probar un poco?” “Sí, no estaría
mal. Muchas gracias” Alzó la mirada. Un gesto ladeando la cabeza y otro de los
del stand se puso a cortar cerdo en todas sus versiones. Le empezamos a
explicar nuestra historia. Íbamos a abrir un Hotel/SPA de gran lujo en Ávila. “¿Tenéis
tarjeta?” Mano al bolsillo interior de la chaqueta y entre los dedos índice y
corazón salían los mejores cinco euros invertidos de la historia, ya que sin
tarjeta te cerraban de golpe en todos sitios. Segunda mirada al cortador y
cargó más los platos. Comenzaba la degustación. Primer torpedo: Tocado.
Insulsa
conversación durante unos minutos. Yo, personalmente, no tenía ni idea de que
contarle a aquel señor sobre nuestro “Hotel”, pero Vielva estaba
inconmensurable. Que cobertura. Mientras el hablaba yo cataba. Y lanzo el
segundo torpedo. “¿Una cervecita?” Vielva la rechazó elegantemente. Veníamos de
una cata de vinos(que ya contaré en otro post) y no quería forzar. Yo quería
cerveza. Por profesionalidad nada más. Necesitaba saber como ligaban esos
embutidos y la cerveza, así que encogí los hombros y, como sintiéndome forzado,
acepté la invitación. Segundo torpedo: Tocado y hundido.
Intercambiamos
las tarjetas y nos despedimos con idea de no volver a vernos jamás.
Ahora,
cada vez que me enfrento a un buen ibérico, mi mente se pregunta dónde estará
aquella tarjeta. ¿Qué habrá sido de aquellos cerdos? ¿Os habrá comido alguien
que os quisiera como yo? Algún día nos encontraremos y nunca nos volveremos a
separar.