DÍA 5
Antes de
empezar he entrado en mi primera crisis y no llevo ni cinco días escribiendo.
El bloqueo mental me ha traído a la cabeza un tema sobre el que escribir. Los
atascos.
En
una primera época los recuerdo metido en un autobús de camino a la universidad.
Todas las mañanas nos encontrábamos un atasco. Los viajeros, salvo bajas
puntuales, siempre éramos tres. Mi amigo Eugenio, mi hermano Josemaría y yo.
Tan diario como el embotellamiento era la pregunta que, en tono enfadado, se
hacía Josemaría cada jornada. “¿Por qué existen los atascos? No los entiendo”.
Después de insultarle por sacar otra vez el mismo tema acabábamos dando los
mismos argumentos de siempre. Un día porque llueve, otro porque hace frío, otro
porque la gente no sabe conducir, otro porque una autopista no puede acabar en
un semáforo, otro ironizábamos sobre si aquello también era culpa de Aznar. El
caso es que al final llegábamos a nuestro destino y, en la mayoría de las
veces, nos habíamos reído con nuestra conversación.
Pero
la peor situación posible es experimentar la soledad de un atasco. Cuando vas
conduciendo y a lo lejos ves las primeras luces de emergencia que se empiezan a
encender, te preparas para lo peor. Reduces marchas hasta frenar y poner punto
muerto. En un primer instante, esperas que sea un simple frenazo y que tu viaje
se reinicie rápidamente. Iluso. Lo peor está por venir. Por alguna razón
desconocida la radio se alía con tu desgracia. Todas las cadenas al unísono
deciden hacer una pausa publicitaria. No nos engañemos, salvo los de
Gomaespuma, los anuncios radiofónicos son una tortura para el consumidor.
Muchas marcas de prestigio me han perdido como cliente por esta razón. Como
tienes tiempo y estás parado, buscas algún cd que pueda salvar el momento.
Horror. No tienes ninguno o, en algunos casos algo más demoledor, solo llevas
un Cantajuegos.
Metes
primera. Juego acelerador-embrague. Frenas. Metes primera. Juego
acelerador-embrague. Frenas. Metes primera. Juego cansado de
acelerador-embrague y a punto estas de calarlo. El coche se encabrita y das dos
latigazos con cuello y espalda hacia delante. Frenas.
Miras
hacia tu izquierda y ves a un compañero que, como tú, sufre en silencio. Los
días de Purgatorio empiezan a bajar en tu contador si te mantienes firme y no
empiezas a perder los estribos presionando el claxon y despertando al mono
imitador que llevan dentro todos los que te rodean. Otra vía de escape, en caso
de tener tarifa plana, es llamar a algún amigo sin ningún motivo en particular.
Este es el modo de menguar el Purgatorio de ese amigo al que pillas en un mal
momento y aguanta el tirón estoicamente.
Siguiente
pensamiento. Menudo atascazo, ¿qué más me puede pasar? El coche empieza a hacer
un ruido raro y notas que el aire acondicionado ha dejado de funcionar. Te
asalta la duda. Abrir la ventana o no. Apenas te mueves y el viento no va a
entrar, sin embargo, sabes que si abres se te van a derretir las pestañas.
Rezas.
Esto
podría alargarse eternamente, pero a unos 100 metros por delante ves que los
coches ya circulan normalmente. Magia. Buscas respuestas. No ves ningún
problema en la carretera. ¿Qué extraño conjuro ha impedido acelerar a toda esta
gente? Inicia la cámara lenta y tu cuello gira hacia la izquierda. El problema es un coche aparcado en los carriles de sentido contrario. Cierras los
ojos y muchos recuerdos viajan por tu retina. Las madres de todos los que han
parado para mirar, la madre del guardia civil que ha encendido sus luces azules
por un simple coche sin gasolina, la pregunta solucionada de tu hermano
Josemaría. Tu boca se abre vocalizando sin palabras alguna lindeza.
Metes primera.
Juego acelerador-embrague. Metes segunda. Juego acelerador-embrague. Metes
tercera…
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