miércoles, 14 de marzo de 2012

SUPERPODERES DE MAMÁ(1)


DÍA 13

                Hoy me he deprimido al ver que era la decimotercera entrada que escribía. ¡Sólo! He caído en la cuenta de que esto no es sencillo, aunque era algo previsible. Exige sacrificio, pero sin exagerar. Esto me ha hecho pensar en las madres. ¿Y voy a hablar de los sacrificios que hacen las madres? No. Voy a hablar de los súper poderes que las mujeres adquieren al convertirse en madres. No sé si exactamente los reciben el día de la boda o tienen que esperar al primer parto, pero el caso es que existen.

                El primer poder que viene a mi cabeza está contrastado. Cuando era pequeño, desconozco el motivo por el que ocurría, pero no era extraño que el cordón de mi bañador acabase fuera de su lugar original. La primera vez que ocurrió creí que el mundo se me venía encima. Sin cordón era inviable saltar a la piscina sin quedar expuesto a la desnudez integral. Los tres hermanos pequeños vestíamos el mismo traje de baño, con lo que claramente el problema era de grandes dimensiones, o al menos a mi me lo parecía. Con los dedos aún mojados del último chapuzón trataba de recolocar en su sitio el cordón perdido. Apretaba con fuerza y me temblaban las manos, fruto de la presión o de alguna ráfaga de viento que me enfriaba. Empezaban los nervios. El resto de compañeros de juegos acuáticos gritaban desde el agua, impacientes por mi reincorporación. No había manera. Me retorcía tratando de morder el bañador y tirar con las uñas hacía dentro. Ya podía ir diciendo adiós a aquel calzón de flores que tanto me gustaba. En ese momento las ideas se aclaraban. “Voy a decírselo a mamá” Corría hacia ella y agarraba de la cintura para no perder tan valiosa prenda. La preocupación en mi cara alarmaba  a mi madre que se incorporaba y preguntaba preocupada: “¿Qué ha pasado?” Con el tiempo me doy cuenta de que esta pregunta significa que muy gordas las debíamos haber montado  previamente y ella se preparaba para lo peor. Cuando le enseñaba el cordón respiraba tranquila. Lo guardaba en la bolsa de las toallas, me arreaba un beso y, si había sobrado alguno de la comida, probablemente me hiciera comer un bocata. “Es que me da pena tirarlo…” Y con esa excusa no había quien lo rechazara.

                Al llegar a casa me cambiaba el bañador. Mi madre se preparaba como un mecánico de Fórmula 1. Encendía la lámpara que tenía al lado de su butaca. Del bolso sacaba un estuche. Lo abría y se calaba las gafas. Levantaba la tapa del costurero como si fuese la caja de herramientas y con una mano trasteaba buscando el instrumental necesario para la operación. Se ajustaba un dedal y sacaba algo que no recuerdo con claridad. Una aguja o un imperdible. Como no soy madre estos detalles me bailan. Poco a poco el cordón iba entrando. Al terminar, la cintura quedaba fruncida, así que el último gesto de la operación era imprescindible. Cogía la cintura por lo dos extremos. Subía el bañador hasta la altura de sus ojos y daba un par de estirones. El bañador había quedado como nuevo.

                Otro beso y corriendo a dejar el bañador.

                Una gran sonrisa presidía mi cara. Pasará lo que pasará, no había que preocuparse.

                Mi madre tenía poderes.

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