DÍA 13
Hoy me he
deprimido al ver que era la decimotercera entrada que escribía. ¡Sólo! He caído
en la cuenta de que esto no es sencillo, aunque era algo previsible. Exige
sacrificio, pero sin exagerar. Esto me ha hecho pensar en las madres. ¿Y voy a
hablar de los sacrificios que hacen las madres? No. Voy a hablar de los súper
poderes que las mujeres adquieren al convertirse en madres. No sé si
exactamente los reciben el día de la boda o tienen que esperar al primer parto,
pero el caso es que existen.
El
primer poder que viene a mi cabeza está contrastado. Cuando era pequeño,
desconozco el motivo por el que ocurría, pero no era extraño que el cordón de
mi bañador acabase fuera de su lugar original. La primera vez que ocurrió creí
que el mundo se me venía encima. Sin cordón era inviable saltar a la piscina
sin quedar expuesto a la desnudez integral. Los tres hermanos pequeños
vestíamos el mismo traje de baño, con lo que claramente el problema era de
grandes dimensiones, o al menos a mi me lo parecía. Con los dedos aún mojados
del último chapuzón trataba de recolocar en su sitio el cordón perdido.
Apretaba con fuerza y me temblaban las manos, fruto de la presión o de alguna
ráfaga de viento que me enfriaba. Empezaban los nervios. El resto de compañeros
de juegos acuáticos gritaban desde el agua, impacientes por mi reincorporación.
No había manera. Me retorcía tratando de morder el bañador y tirar con las uñas
hacía dentro. Ya podía ir diciendo adiós a aquel calzón de flores que tanto me
gustaba. En ese momento las ideas se aclaraban. “Voy a decírselo a mamá” Corría
hacia ella y agarraba de la cintura para no perder tan valiosa prenda. La
preocupación en mi cara alarmaba a mi
madre que se incorporaba y preguntaba preocupada: “¿Qué ha pasado?” Con el
tiempo me doy cuenta de que esta pregunta significa que muy gordas las debíamos
haber montado previamente y ella se
preparaba para lo peor. Cuando le enseñaba el cordón respiraba tranquila. Lo
guardaba en la bolsa de las toallas, me arreaba un beso y, si había sobrado
alguno de la comida, probablemente me hiciera comer un bocata. “Es que me da
pena tirarlo…” Y con esa excusa no había quien lo rechazara.
Al
llegar a casa me cambiaba el bañador. Mi madre se preparaba como un mecánico de
Fórmula 1. Encendía la lámpara que tenía al lado de su butaca. Del bolso sacaba
un estuche. Lo abría y se calaba las gafas. Levantaba la tapa del costurero
como si fuese la caja de herramientas y con una mano trasteaba buscando el
instrumental necesario para la operación. Se ajustaba un dedal y sacaba algo
que no recuerdo con claridad. Una aguja o un imperdible. Como no soy madre
estos detalles me bailan. Poco a poco el cordón iba entrando. Al terminar, la
cintura quedaba fruncida, así que el último gesto de la operación era
imprescindible. Cogía la cintura por lo dos extremos. Subía el bañador hasta la
altura de sus ojos y daba un par de estirones. El bañador había quedado como
nuevo.
Otro
beso y corriendo a dejar el bañador.
Una
gran sonrisa presidía mi cara. Pasará lo que pasará, no había que preocuparse.
Mi
madre tenía poderes.
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