jueves, 22 de marzo de 2012

DÍA DE ESQUÍ 2


DÍA 16

                Éramos cuatro los nuevos en el deporte y metíamos oreja en las conversaciones ajenas para tener frases que no delataran nuestra ineptitud. “Hoy está la nieve papa” “Yo diría que un poco polvo primavera” “Los del snowboard están dejando todas las placas de hielo” “Mira que carving está haciendo ese”. Mientras anotábamos esto, nuestra conversación era más del tipo “Yo por ahí no me tiro ni de coña” “¿Es obligatorio bajar por ahí al final del día o podemos volver en El Huevo?” “¿Mañana quien se apunta a ver La Alhambra?”

                Una vez arriba nos dieron unas pequeñas nociones sobre como funcionaba todo aquello. Te ponías los esquís. Probabas a soltar las fijaciones. Como levantarse( esto llevaba mucho tiempo y dudabas si se iba a romper el mono). Por último, te explicaban que era la cuña. A pesar de que parecía importante no presté mucha atención, ya que era una postura muy poco elegante para mi. Yo era primo lejano de Alberto Tomba y no podía rebajarme a aquello. Esa postura era denigrante para el ser humano. Sacando el culo para fuera y metiendo las rodillas hacia dentro te convertías en el próximo quitanieves de las pistas. Empezamos practicando en unas rampas en las que la pendiente era casi inexistente, con lo que aquello de la cuña, levantarse y ponerse los esquís se presentaba como algo bastante asequible.

                Al ponerme ante la primera pista de esquí de mi vida creí que aquella gente se había vuelto loca. Esa rampa era insalvable. “Esta es la pista más sencilla. Es una verde” Apuntilló alguno de los presentes haciendo temblar cada una de las articulaciones de mi cuerpo como respuesta. Si eso era lo más fácil, yo iba a coger sitio en la cafetería. En ese momento, una fila de 15 enanos con casco pasaron embalados junto a mí. Todos en fila haciendo los mismo giros perfectos sin abandonar la formación. Clavé los bastones y me lancé al vacío. Lentamente me puse en movimiento, pero la física hizo el resto. La velocidad iba aumentando. Aunque probablemente no llegase a los 5 km/h yo sentía que volaba. No hice ningún giro, ya que si lo hubiese sabido hacer y lo hubiese puesto en práctica me habría frenado. Poco a poco llegué hasta el final de la pista. No me había caído y ya con eso yo me sentía como un campeón. Desde abajo podía ver como se caían los demás y se bañaban en la nieve. Mi orgullo crecía. Varias veces baje por aquella rampa de juguete sin caerme y sin girar(ahí estuvo mi error), así que ya me sentía preparado para retos más grandes. Una azul.

                No sin dificultades, me subí en el telesilla que me transportaba a mi cadalso. La silla subía y subía, pero yo ya me creía el rey de aquel deporte. A pesar de mi confianza, el ritmo ascendente de ese cacharro empezó a hacer mella en mi autoestima. ¿Estábamos locos o que? Yo iba a morir en ese viaje, seguro. Al llegar en el telesilla todos no esperaban con sonrisas. Los novatos bajamos en un abrazo colectivo para no caernos ninguno al suelo y, milagrosamente, mantuvimos el equilibrio. Nos acercamos lentamente al límite de aquel rellano y, ante nosotros, apareció el vacío. La pendiente, a nuestros ojos endiablada, era surcada por miles de esquiadores que se entrecruzaban sin estrellarse unos con otros. Los más avezados incluso hacían saltos, pero todo ello en absoluta armonía con el resto de deslizantes. Un gracioso rezagado se acerca y nos derrapa en la cara llenándonos de nieve. El tiempo no pasaba. Ya no había marcha atrás. Estabas tú, la pista y tu orgullo. Quitarme los esquís pasó por mi cabeza, pero me dijeron que aquello era una locura. No podía bajar haciendo culo plash, así que sin pensarlo más me lancé.

                El viento soplaba cada vez más fuerte. Mi velocidad iba en aumento. De fondo escuchaba gritos de ánimo y alguna risa. Más rápido. Más rápido. Los gritos ahora me pedían que abriera cuña, que girase, que me iba a matar. Palabras de aliento en un momento desesperado. El resto me esquivaba sin problemas, yo era uno más de los ineptos. Otra fila de mini misiles con casco me adelantan como si nada. Como vuelvan a girar me los llevo por delante. Así ocurre. Pasó entre medio de todos rompiendo su formación, pero gracias a Dios no choqué con nadie. Más velocidad. Trato de adoptar la famosa posición de cuña en un intento desesperado por aminorar la marcha. Miró hacia mis pies y solo veo los esquís bailando en un intento por hacer caso a mis piernas. Más velocidad. O mi cerebro iba muy lento, o yo bajaba muy deprisa, porque me acercaba rápidamente hacia fuera de pista. La solución fue drástica. Salta.

                Todo daba vueltas. Había nieve por todas partes. Mis esquís ya no me acompañaban. Los bastones volaban y yo pensaba en unas muletas. Finalmente mi descenso se frenó. Me levanté. Todo estaba en orden. No había daños de ningún tipo.

                Saqué una conclusión al instante. Tenía que aprender a girar. Igual ese era el motivo por el que todos iban de lado a lado de la pista. Se acababan los kamikazes y empezaba la planificación.

                ¡Que agujetas al día siguiente!

            Lo que no sé es como volví a ponerme un mono en mi vida, pero ahora lo agradezco, ya que grandes historias de esquí para no olvidar tuvieron su origen aquel día. Si me hubiese rendido…Hubiese tenido menos agujetas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario