DÍA 16
Éramos
cuatro los nuevos en el deporte y metíamos oreja en las conversaciones ajenas
para tener frases que no delataran nuestra ineptitud. “Hoy está la nieve papa”
“Yo diría que un poco polvo primavera” “Los del snowboard están dejando todas
las placas de hielo” “Mira que carving está haciendo ese”. Mientras anotábamos
esto, nuestra conversación era más del tipo “Yo por ahí no me tiro ni de coña”
“¿Es obligatorio bajar por ahí al final del día o podemos volver en El Huevo?”
“¿Mañana quien se apunta a ver La Alhambra?”
Una
vez arriba nos dieron unas pequeñas nociones sobre como funcionaba todo
aquello. Te ponías los esquís. Probabas a soltar las fijaciones. Como
levantarse( esto llevaba mucho tiempo y dudabas si se iba a romper el mono).
Por último, te explicaban que era la cuña. A pesar de que parecía importante no
presté mucha atención, ya que era una postura muy poco elegante para mi. Yo era
primo lejano de Alberto Tomba y no podía rebajarme a aquello. Esa postura era
denigrante para el ser humano. Sacando el culo para fuera y metiendo las rodillas
hacia dentro te convertías en el próximo quitanieves de las pistas. Empezamos
practicando en unas rampas en las que la pendiente era casi inexistente, con lo
que aquello de la cuña, levantarse y ponerse los esquís se presentaba como algo
bastante asequible.
Al
ponerme ante la primera pista de esquí de mi vida creí que aquella gente se
había vuelto loca. Esa rampa era insalvable. “Esta es la pista más sencilla. Es
una verde” Apuntilló alguno de los presentes haciendo temblar cada una de las
articulaciones de mi cuerpo como respuesta. Si eso era lo más fácil, yo iba a
coger sitio en la cafetería. En ese momento, una fila de 15 enanos con casco
pasaron embalados junto a mí. Todos en fila haciendo los mismo giros perfectos
sin abandonar la formación. Clavé los bastones y me lancé al vacío. Lentamente
me puse en movimiento, pero la física hizo el resto. La velocidad iba
aumentando. Aunque probablemente no llegase a los 5 km/h yo sentía que volaba.
No hice ningún giro, ya que si lo hubiese sabido hacer y lo hubiese puesto en
práctica me habría frenado. Poco a poco llegué hasta el final de la pista. No
me había caído y ya con eso yo me sentía como un campeón. Desde abajo podía ver
como se caían los demás y se bañaban en la nieve. Mi orgullo crecía. Varias
veces baje por aquella rampa de juguete sin caerme y sin girar(ahí estuvo mi
error), así que ya me sentía preparado para retos más grandes. Una azul.
No
sin dificultades, me subí en el telesilla que me transportaba a mi cadalso. La
silla subía y subía, pero yo ya me creía el rey de aquel deporte. A pesar de mi
confianza, el ritmo ascendente de ese cacharro empezó a hacer mella en mi
autoestima. ¿Estábamos locos o que? Yo iba a morir en ese viaje, seguro. Al
llegar en el telesilla todos no esperaban con sonrisas. Los novatos bajamos en
un abrazo colectivo para no caernos ninguno al suelo y, milagrosamente,
mantuvimos el equilibrio. Nos acercamos lentamente al límite de aquel rellano y,
ante nosotros, apareció el vacío. La pendiente, a nuestros ojos endiablada, era
surcada por miles de esquiadores que se entrecruzaban sin estrellarse unos con
otros. Los más avezados incluso hacían saltos, pero todo ello en absoluta
armonía con el resto de deslizantes. Un gracioso rezagado se acerca y nos
derrapa en la cara llenándonos de nieve. El tiempo no pasaba. Ya no
había marcha atrás. Estabas tú, la pista y tu orgullo. Quitarme los esquís pasó
por mi cabeza, pero me dijeron que aquello era una locura. No podía bajar
haciendo culo plash, así que sin pensarlo más me lancé.
El
viento soplaba cada vez más fuerte. Mi velocidad iba en aumento. De fondo
escuchaba gritos de ánimo y alguna risa. Más rápido. Más rápido. Los gritos
ahora me pedían que abriera cuña, que girase, que me iba a matar. Palabras de
aliento en un momento desesperado. El resto me esquivaba sin problemas, yo era
uno más de los ineptos. Otra fila de mini misiles con casco me adelantan como
si nada. Como vuelvan a girar me los llevo por delante. Así ocurre. Pasó entre
medio de todos rompiendo su formación, pero gracias a Dios no choqué con nadie.
Más velocidad. Trato de adoptar la famosa posición de cuña en un intento
desesperado por aminorar la marcha. Miró hacia mis pies y solo veo los esquís
bailando en un intento por hacer caso a mis piernas. Más velocidad. O mi
cerebro iba muy lento, o yo bajaba muy deprisa, porque me acercaba rápidamente
hacia fuera de pista. La solución fue drástica. Salta.
Todo
daba vueltas. Había nieve por todas partes. Mis esquís ya no me acompañaban.
Los bastones volaban y yo pensaba en unas muletas. Finalmente mi descenso se
frenó. Me levanté. Todo estaba en orden. No había daños de ningún tipo.
Saqué
una conclusión al instante. Tenía que aprender a girar. Igual ese era el motivo
por el que todos iban de lado a lado de la pista. Se acababan los kamikazes y
empezaba la planificación.
¡Que
agujetas al día siguiente!
Lo
que no sé es como volví a ponerme un mono en mi vida, pero ahora lo agradezco,
ya que grandes historias de esquí para no olvidar tuvieron su origen aquel día.
Si me hubiese rendido…Hubiese tenido menos agujetas.
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