viernes, 27 de diciembre de 2013

YA VIENEN LOS REYES

DIA 38

                Ya vienen los Reyes. Se nota en el ambiente. Mis sobrinos cuando vienen a casa se portan mejor y si no, la amenaza de que le vayan a ver los pajes surte efecto. Yo me vuelvo a hacer niño, aunque probablemente no haya dejado de serlo.

                Yo creo en los Reyes. Yo creo en escribir la carta. Yo creo en que los pajes nos vigilan. Yo creo que si no fuese por un tema de peso me iría ahora mismo a un centro comercial a sentarme sobre sus rodillas para hacerme la foto y conseguir caramelos.

                Hace unos años, sentados alrededor de unas cervezas, mis amigos y yo estábamos reunidos en El Gallo recordando como eran aquellas noches de Reyes y la ansiada mañana. El Gallo era un bar en el que nos reuníamos todos los jueves para vernos y comentar la semana. Empezábamos hablando de lo más mundano y a partir de la tercera ronda nos elevábamos hasta límites insospechados. El Gallo era un bar cutre, muy cutre, pero nos encantaba. Las cicatrices de miles de vasos habían dejado la marca en las mesas. El suelo pegajoso hacía imposible que el mismísimo Michael Jackson nos deleitase con un moonwalk. Olía a fritanga. Pero a pesar de todo, era nuestro bar. Ahora lo han reformado. Esta limpio y nuevo. No hemos vuelto.

                Es curioso que todos coincidíamos en la mayoría de nuestras historias.

                En mi familia siempre íbamos a misa al hospital de MAPFRE en Majadahonda. Cuando salíamos estaban allí las carrozas de los Reyes que pasaban a visitar a los niños antes de la cabalgata. Y ese era nuestro destino. Corriendo a buscar sitio en las calles para ver pasar a nuestros héroes. Cuando éramos muy pequeños nos pertrechaban con esa prenda del demonio llamada verdugo. Muy bien elegido el nombre. Entre el frio y los nervios  tiritabas agarrado a la valla que te separaba de la comitiva real. Recuerdo que casi todos los años mi padre nos preguntaba por algún regalo que no habíamos puesto en la carta.

                “¿Te acordaste de poner el equipo de subbuteo?”

                ¡Cómo había podido olvidarlo! Mi padre me tranquilizaba y decía: “Tranquilo, pero ahora cuando pase Baltasar(mi Rey) tenemos que gritarlo muy fuerte para que nos oiga”

                Si antes estaba nervioso, en ese momento la probabilidad de infarto infantil aumentaba exponencialmente.

                Comenzaban a pasar carrozas que nos interesaban más bien poco si no fuera porque lanzaban caramelos en abundancia. Personajes de dibujos, saltimbanquis que daban más miedo que otra cosa, bailarinas…pero nosotros abríamos los ojos intentando ver a lo lejos como llegaban los importantes.

                Aparecía Melchor. El Rey de Josemaría. Mi padre y el gritaban pidiendo el regalo olvidado. Luego Gaspar y era el turno de Bosco. Baltasar, el negrito, lentamente llegaba sonriendo. Que nervios. Entonces mi padre, me cogía por el hombro y empezábamos a gritar. Él no necesita desgañitarse, simplemente habla un poco más alto, pero se le escucha perfectamente, por encima de cualquier bullicio. “¡Baltasar, el equipo de subbuteo!” Yo gritaba también, pero confiaba en que escuchara a mi padre.

                Al llegar a casa no tenía ganas ni de cenar. ¿Nos habrían escuchado los Reyes? Antes de dormir había que dejar todo preparado. Limpiaba los zapatos hasta que brillaban como si fuesen espadas bruñidas en una forja de Toledo. Dejábamos una copita y algunos turrones en el salón para que los Reyes cogieran fuerzas. Era hora de irse a la cama, pues si veíamos a los Reyes nos quedaríamos sin regalo. Josemaría, Bosco y yo, que dormíamos en la misma habitación tratábamos de conciliar el sueño, pero era casi imposible. Muy bajito comentábamos la jugada. Era imposible dormir así. Poco a poco, nuestros ojos acababan cerrándose y  la noche más increíble del año pasaba mientras los Reyes hacían magia por todo el mundo.

                Sobre las siete de la mañana mi cuerpo no aguantaba más y me despertaba. Notaba que los cuerpos de mis hermanos también se movían. No sabíamos que hora era. En aquella época no dormíamos con el móvil al lado de la cama para poder contrastarlo. ¿Y si no era lo suficientemente tarde?¿Y si me despertaba y me encontraba a los Reyes? En algún momento alguno se incorporaba un poco y preguntaba “¿Estáis despiertos?” Muy bajito dábamos señales de vida. Josemaría, el mayor de los tres, buscaba un reloj. Parecía que ya era una hora en la que los Reyes habrían pasado. No se oía nada. Todos dormían. ¿Cómo podían dormir en una noche como esa? Teníamos que esperar en la habitación hasta que viniese nuestro padre a desperatrnos, pero aquello era una tortura. Fingíamos visitas esporádicas al baño y tirábamos de la cadena repetidas veces para ver si alguno se despertaba ya.

                Cuando mi padre abría la puerta de la habitación y encendía la luz nuestro ojos estaban abiertos como platos y saltábamos de la cama como bomberos dispuestos a apagar un incendio.

                “Venga, poneros la bata y vamos a ver si han venido los Reyes”

                ¿La bata? Creo que es una prenda que solo usaba el día de Reyes.

                Mi padre, en cabeza de la expedición, bajaba las escaleras. Teníamos que esperar a todos los hermanos y algunos eran más perezosos. Las puertas del salón estaban cerradas. Mi padre se acercaba lentamente y pedía calma. “Voy a ver si siguen los Reyes…”

                Abría la puerta poco a poco. Asomaba la cabeza. Reaparecía su calva ante nosotros y podía decir “Vaya, no han venido…” El alma se nos caía a los pies, pero de repente, abría las puertas de par en par y aquello se iluminaba con la luz de nuestra caras viendo todos esos paquetes. Corrías al sitio de tus zapatos y temblabas de emoción. ¿Qué abría primero? Yo era muy impulsivo y destrozaba el papel. Algún hermano solía esperarse para luego ir abriendo poco a poco sus regalos y mantener la emoción.

                Cada paquete abierto iba acompañado de gritos de emoción. Se los enseñaba a mis padres mientras exclamaba constantemente “¡Mira!¡Mira!” y debajo de el resto de regalos encontraba uno más pequeño. En este dedicaba más tiempo en abrir el papel. ¡Era el equipo de subbuteo!¡El que había pedido mi padre en la Cabalgata!¡Le habían oído! Agarraba a mi padre de la bata y le enseñaba asombrado mi regalo. Mis ojos se desorbitaban y mi padre sonreía.

                Sin duda alguna, los Reyes son Magos.

                Este año, cuando vaya a la cabalgata con mis hermanos y sobrinos creo que le diré a mi padre que le pida a Baltasar una novia para mi, que ya va siendo hora de que me centre.

                El gritará y sonreirá.

                Quién sabe…

                A él siempre le han hecho caso.

                Y es que, aun con sus cosas, mi padre es el Rey

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