martes, 17 de diciembre de 2013

LA MAGIA DEL CINE

DIA 37

                Algunos cuantos posts más atrás, cuando hablaba de los Reyes Majos, ya hice un pequeño repaso a lo que sería una película romántica de época navideña. Son conocidas las míticas cosas que uno quiere hacer de las películas como subirse en un taxi y gritar “¡Siga a ese coche!”, ser el quarterback del equipo del instituto y compartir taquilla con Stacy la jefa de animadoras, hacer footing(cosa que odio) por Central Park, tener un sofá como el de Friends reservado para tu grupo de amigos en un bar, y todo ese tipo de cosas que alguna vez hemos soñado.

                Pero la historia que voy a escribir es poco recomendable. Lo vi en una peli que no recuerdo y creo que en la serie de Urgencias, pero lo único que recuerdo es que estuve a punto de llevarlo de la pantalla a la realidad y no hubiese sido nada agradable.

                Pongámonos al lío. La situación era la siguiente. Mi hermano y yo volvíamos de la Facultad con el estómago rugiendo y pidiendo su ración diaria de comida de mamá. Íbamos en el autobús y ya se acercaba nuestra parada. Que hambre. Se detiene el coche (así es como lo llaman los autobuseros a pesar de medir 12 metros). Al bajar los pocos escalones que nos separaban del asfalto Josemaría no acertó a apoyar correctamente el pie y se torció el tobillo al estilo cuello de la niña del exorcista. Creo que si no fuese por el tráfico colindante se hubiese escuchado el crujido. Gritó. Se agarró a la valla que había en la acera y trató de calmarse. Se calmó, pero demasiado. Cayó completamente desmayado, pero no en la acera, sino en la carretera. Estamos hablando de la autopista de La Coruña, con lo que tenía poca gracia. Tenía que sacarlo de ahí.

                Dicen que una madre sería capaz de levantar un coche en caso de que hubiese atropellado a uno de sus hijos. Pues algo parecido debe ocurrir con los hermanos, ya que con una fuerza que puedo asegurar que desconocía cogí a mi hermano de la pechera y lo subí de nuevo a la acera. En aquel momento de tensión, aunque estuviese encima un autobús ocupado por la selección nacional de sumo de Japón lo hubiese levantado.

              Y allí estaba yo. Solo. Mi hermano en el suelo inconsciente. De repente se puso en tensión absoluta. El cuerpo completamente estirado. Las mandíbulas apretadas como si le fueses a quitar un trozo del mejor chuletón de la creación. Los ojos blancos y respirando de forma muy rara. Levanté la cabeza como buscando ayuda, pero lo único que encontré fueron coches pasando a gran velocidad. Vuelvo la mirada a Josemaría y notó que conla fuerza que estaba haciendo había dejado de respirar. ¿Y ahora que hago?

           Como si mi cerbero fuese un Ipad de última generación fui pasando y desechando posibles soluciones en milésimas de segundo y, de repente, apareció. En las pelis parecía muy sencillo. Si alguien no podía respirar, se clavaba un boli BIC en la tráquea y que entrase el aire. Fácil. Es como cuando la azafata del vuelo secuestrado o cualquier pasajero que iba al baño del avión en ese momento es requerido por los controladores aéreos y con dos indicaciones es capaz de aterrizar un mega pepino de avión. Lo vi claro.

                Llevaba un abrigo Barbour  de marca blanca, pero nos hacemos una idea de que la cantidad de bolsillos de los que dispone es importante. Como asistente a clase en la universidad no soy un gran ejemplo, asi que consideré un milagro encontrar al quinto intento un boli en el bolsillo. No un Pilot o uno de propaganda. Un BIC. Aquello era una señal.

                “Doctor, la vida de este hombre está en sus manos”

               Quité la tapa. El tubo de la tinta. La tapa trasera. Ya tenía lo que antes mis ojos habían visto como un canuto y que ahora admiraban como mi bisturí personal. Todo me temblaba. Rezaba. Despejé la zona a atravesar. Puño cerrado con el boli en ristre. Brazo levantado.

                En ese momento, gracias a Dios, mi ángel de la guarda me debió dar una colleja y me susurró un consejo al oído. Me detuve y decidí un último intento después de haber zarandeado un poco a mi hermano buscando alguna reacción. Nunca sabré muy bien por qué, pero se me ocurrió algo y lo ejecuté. Eché el brazo atrás con fuerza y le di un puñetazo en la boca del estómago a Josemaría.

                Levantó la cabeza y abrió la boca tomando una gran bocanada de aire. Me miró extrañado, como si no tuviese ni idea de lo que acababa de pasar. Estaba en el suelo. Yo inclinado sobre él y con un boli BIC en el puño.

                “¿Qué haces?¿Qué pasa?”

                Me preguntó como si nada hubiese pasado. Yo empecé a temblar y a gritarle que no me pegase esos sustos nunca más. Con el tiempo me lo ha hecho ya un par de veces más, pero el truco del puñetazo me ha funcionado siempre.

                Las pelis son pelis y por eso molan. Yo creo en la magia del cine que me enseñó de pequeño mi hermano Borja. Cuando Bruce Willis después de 550 palizas, un tiro en el brazo y cristales en los pies pelea y gana a un mastodonte alemán que probablemente entrenó Karate con los Cobra Kai, uno puede decir “Bah! Eso no se lo cree nadie”.

                La respuesta de Borja siempre era “Es la magia del cine”

              Esta fue una de esos momentos en las que te das cuenta de que la vida es como una gran película en que a veces tenemos que dar gracias al Director por esa “magia” que muchas ocasioness no podemos ver.


               PD: No me hago responsable de que alguien intente utilizar la técnica de reanimación del puñetazo.

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