jueves, 19 de abril de 2012

FÚTBOL EN EL RECREO


DÍA 20

                En mi colegio, como en casi todos los que hay en España, el fútbol es una religión. El que no lo practica o, al menos, le gusta, suele tener unos años de infancia un poco más solitarios que el resto. A la hora del descanso no había posibilidad de dudas. Se jugaba al fútbol. No es que no hubiese otras opciones, sino que se descartaban de antemano.

                “¿Hay bola?” Se oía gritar antes de salir de clase. El que la había traído levantaba un brazo en señal de victoria con el trofeo en la mano. Había partido. Se cruzaban algunas miradas buscando compañeros de equipo para aquella contienda y todos se ponían bien en su sitio para salir los primeros.

                Al llegar al campo todo debía ser muy rápido. No había tiempo que perder. Pares. Nones. Los dedos decidían la suerte de los capitanes y se elegían los equipos. En juego no había ningún trofeo o premio, solo el orgullo y el poder restregar al contrario la victoria hasta el próximo descanso.

                Si tenías suerte, en tu equipo había un portero. Si no, último en tocar el larguero se queda. Actualmente, el hecho de que la novia de Casillas sea tan famosa y, para algunos, guapa, hace que este problema no exista. Sobran porteros.

                Hasta aquí no hay nada extraño. Niños que sueñan con acabar las clases para poder salir a jugar al fútbol. Supongo que en todos los colegios ha sido así desde tiempo inmemorial y así seguirá. Pero yo voy a hablar de lo que pasaba(y pasa) en Retamar.

                Ciento sesenta niños en una promoción encerrados en un mismo campo. Número mínimo de balones: Seis. Uniforme: todos con pantalón gris y sudadera azul. Balones: todos iguales( Telepizza y Coca Cola hicieron varias promociones con balones de regalo que hacían todo más complicado). El lío estaba organizado.

                Y entonces es cuando surgía la magia. Si fuese una película, probablemente empezaría una música instrumental y algunos planos de cámara lenta. De un modo que aún hoy desconozco, todos sabían a quien pasar, a quien quitarle el balón, cuál era su balón y ver un desmarque entre “muchas líneas”. En ocasiones, incluso se trenzaban jugadas propias de un alto nivel futbolístico. Los pases medidos al pie, los regates en un palmo de terreno y el disparo buscando la escuadra donde estaba el portero de “otro” partido hicieron depurar mucho la técnica de los chavales.

                Si alguien tocaba un balón que no era de su partido, la reprimenda era peor que lo que un profesor podía decirte por escupirle en la cara. De esta forma, se incrementaba la concentración de los jugadores que seguían el balón con la mirada en todo momento. También se daban situaciones en que el portero se enfrascaba en una conversación con otro de los cancerberos y era sorprendido por un contrataque de gran velocidad. Una vez más, los gritos le quitaban las ganas de volver a distraerse. Además, se quedaba bajo los palos hasta el próximo gol.

                Tres pitidos, como si de un arbitro se tratase, marcaban el final del descanso y con él, el del partido. No había repeticiones de las mejores jugadas, no había polémicas posibles. Todos corrían para beber en las fuentes y en los baños. La espera en la cola para tu turno se convertía en una animadísima rueda de prensa con todo tipo de discusiones. Al alcanzar el agua te refrescabas como podías y llegabas a clase completamente sudado. Pobres profesores de adolescentes. Lo que deben sufrir.

                ¿Todo había terminado? Un guiño a un compañero de equipo. Una burla al contrario. Entraba el profesor con prisa y te sentabas con cara de estar concentrado, pero tu cabeza seguía en el campo.

                En el siguiente descanso nos veríamos las caras de nuevo.

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