DÍA 20
En mi colegio,
como en casi todos los que hay en España, el fútbol es una religión. El que no
lo practica o, al menos, le gusta, suele tener unos años de infancia un poco
más solitarios que el resto. A la hora del descanso no había posibilidad de
dudas. Se jugaba al fútbol. No es que no hubiese otras opciones, sino que se descartaban
de antemano.
“¿Hay
bola?” Se oía gritar antes de salir de clase. El que la había traído levantaba
un brazo en señal de victoria con el trofeo en la mano. Había partido. Se
cruzaban algunas miradas buscando compañeros de equipo para aquella contienda y
todos se ponían bien en su sitio para salir los primeros.
Al
llegar al campo todo debía ser muy rápido. No había tiempo que perder. Pares.
Nones. Los dedos decidían la suerte de los capitanes y se elegían los equipos. En
juego no había ningún trofeo o premio, solo el orgullo y el poder restregar al
contrario la victoria hasta el próximo descanso.
Si
tenías suerte, en tu equipo había un portero. Si no, último en tocar el
larguero se queda. Actualmente, el hecho de que la novia de Casillas sea tan
famosa y, para algunos, guapa, hace que este problema no exista. Sobran
porteros.
Hasta
aquí no hay nada extraño. Niños que sueñan con acabar las clases para poder
salir a jugar al fútbol. Supongo que en todos los colegios ha sido así desde
tiempo inmemorial y así seguirá. Pero yo voy a hablar de lo que pasaba(y pasa)
en Retamar.
Ciento
sesenta niños en una promoción encerrados en un mismo campo. Número mínimo de
balones: Seis. Uniforme: todos con pantalón gris y sudadera azul. Balones:
todos iguales( Telepizza y Coca Cola hicieron varias promociones con balones de
regalo que hacían todo más complicado). El lío estaba organizado.
Y
entonces es cuando surgía la magia. Si fuese una película, probablemente
empezaría una música instrumental y algunos planos de cámara lenta. De un modo
que aún hoy desconozco, todos sabían a quien pasar, a quien quitarle el balón,
cuál era su balón y ver un desmarque entre “muchas líneas”. En ocasiones,
incluso se trenzaban jugadas propias de un alto nivel futbolístico. Los pases
medidos al pie, los regates en un palmo de terreno y el disparo buscando la
escuadra donde estaba el portero de “otro” partido hicieron depurar mucho la
técnica de los chavales.
Si
alguien tocaba un balón que no era de su partido, la reprimenda era peor que lo
que un profesor podía decirte por escupirle en la cara. De esta forma, se
incrementaba la concentración de los jugadores que seguían el balón con la
mirada en todo momento. También se daban situaciones en que el portero se
enfrascaba en una conversación con otro de los cancerberos y era sorprendido
por un contrataque de gran velocidad. Una vez más, los gritos le quitaban las
ganas de volver a distraerse. Además, se quedaba bajo los palos hasta el
próximo gol.
Tres
pitidos, como si de un arbitro se tratase, marcaban el final del descanso y con
él, el del partido. No había repeticiones de las mejores jugadas, no había
polémicas posibles. Todos corrían para beber en las fuentes y en los baños. La
espera en la cola para tu turno se convertía en una animadísima rueda de prensa
con todo tipo de discusiones. Al alcanzar el agua te refrescabas como podías y
llegabas a clase completamente sudado. Pobres profesores de adolescentes. Lo
que deben sufrir.
¿Todo
había terminado? Un guiño a un compañero de equipo. Una burla al contrario.
Entraba el profesor con prisa y te sentabas con cara de estar concentrado, pero
tu cabeza seguía en el campo.
En
el siguiente descanso nos veríamos las caras de nuevo.
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