Llevo mucho tiempo sin escribir.
La vida me ha llevado muy achuchado y no he podido sacar un hueco para darle
vida a este blog. Hoy vuelvo con una
historia que me ha pasado estas navidades y que muchos de los que me la han
oído contar me han animado a escribir. No tiene nada que ver con la línea de
historias curiosas que he ido contando a lo largo de todos mis posts, pero creo
que a veces merece la pena cambiar el registro.
Tengo un amigo que está en el
Cielo. Lo curioso es que somos buenos amigos, pero nunca nos conocimos
personalmente. Murió con pocos meses de vida y se fue directo al Cielo a cuidar
desde allí de toda su familia y, cuando se lo pido, de mí también. Su nombre es
Gonzalo y nació con síndrome de down. Actualmente, no es muy común ver niños como
Gonzalo. La sociedad en la que vivimos prefiere deshacerse de ellos, no vaya a
ser que les molesten.
Todo esto ocurrió el día previo
a los Santos Inocentes, 28 de diciembre, lo que hace que sea mucho más
especial.
Yo había quedado a comer con mi
amigo Charlie para ponernos al día de muchas cosas. Durante toda la mañana
estuve haciendo gestiones para terminar de conseguir unos papeles que
necesitaba para firmar mi nueva casa. Aparqué bien el coche y decidí ir andando
a cumplir todos los recados. Así me despejaría. Como ya he dicho antes, Gonzalo
en muchas ocasiones había cuidado de mí, y yo recibía pequeñas caricias cada
vez que le pedía algo. Pero aquella mañana yo estaba “enfadado” con él y se lo
“echaba en cara” durante mis paseos por Madrid.
Tras finalizar mis tareas me
dirigí hacia el lugar en el que había quedado con mi amigo. Estaba cerca de su
trabajo, así no perdíamos tiempo en desplazamientos. A pesar de que el frío era
notable, durante la espera me pedí una cerveza. Bien fresquita. Llegó Charlie y
nos sentamos en una mesa. Menú del día baratito. Lo importante era la
conversación, no los platos que pasaban por delante. Pero de repente, me giré
hacia la derecha y vi algo que me llamó la atención. En una mesa no muy lejana
estaba una señora mayor, de unos setenta y muchos años, comiendo con su hijo.
Debía tener unos cuarenta años. Por sus rasgos característicos pude ver que
tenía síndrome de down. Me llamó la atención y no pude dejar de desviar la
mirada hacia ellos durante el resto de la velada. Gonzalo estaba jugando
conmigo y yo aceptaba la partida. Me iba a ganar, claramente, pero era mi
amigo.
Seguíamos Charlie y yo hablando
de lo divino y lo humano y el juego se puso muy interesante. Los desconocidos
habían terminado y se disponían a irse. La madre empezó a abrigar a su hijo
para enfrentarse al ya mencionado frío de aquel día. Le puso el jersey. Después
de forcejear para conseguir que la cabeza pasase al otro lado del cuello, ella
le peinó con calma y cariño. Sacó una bufanda y poco a poco la fue colocando
alrededor de su garganta. En sus moviminetos, aunque lentos, se notaba mucha
experiencia, pero a pesar de haberlos hecho muchas veces en la vida, se notaba
el mismo cariño que la primera vez. La sonrisa de su hijo llenaba todo el
restaurante, o al menos a mi me lo pareció. Cogió sus muletas. El hijo se
levantó para ayudar a su madre a ponerse el abrigo y finalizó el movimiento con
un beso. ¿Era yo el único que estaba viendo la escena? Me entraron ganas de
gritar al resto para que despertaran, pero aquel juego era entre Gonzalo y yo.
Se iban a marchar, pero algo
dentro de mi me decía: “Tienes que hacerlo”
Me daba vergüenza, si no lo
hacía no pasaba nada, en fin, sigue hablando con tu amigo…
Pero cuando ella pasó por mi
lado todas las excusas se derrumbaron. Extendí mi brazo y lo posé sobre ella
como pidiendo permiso para hablar. Me miró extrañada. De mi boca salió todo lo
que tenía que decir:
“Muchas gracias por el ejemplo
que estás dando. Gracias por aceptar este regalazo”
Su cara de extrañeza se iluminó.
Se abrieron los ojos, se abrió la sonrisa, y luego nos abrió el corazón.
Charlie flipaba. Ella me cogió del brazo y me explicó.
“ No sabes la ilusión que me
hace que esto me lo diga un chico joven. Nunca me había pasado. Doy gracias a
Dios todos los días por este hijo mío. Cuando estaba embarazada de él, le
pedía a Dios que me diera un hijo que le
anunciara por el mundo, que fuera sacerdote o misionero y, al final, se me dio
Él mismo. Ahora tengo conmigo al Niño Jesús todos los días de mi vida”
Nos contó muchas más cosas, pero
esto c reo que es lo fundamental. Nos presentó a su hijo José María. Charlamos
un rato y se fueron con la misma alegría de siempre.
Charlie y yo nos miramos. No
hablamos. En nuestros ojos se intuían unas lágrimas que se agolpaban sin que
las dejásemos derramar.
Más tarde, en mi coche,
acordándome de mi “enfado” con Gonzalo me eché a llorar. Aquello no fue una
caricia, fue un abrazo. No sabía muy bien el significado de lo que había
pasado, pero me había encantado. Algún día espero entenderlo, pero si no, me
queda la esperanza de que me lo explique Gonzalo en el Cielo.
Y esta historia tan personal,¿
por qué la cuento aquí? Han sido muchos los que me han pedido que la escriba y
creo que podía ayudar. Este año he visto en Facebook cosas de cadenas de
favores, o anuncios de Coca- Cola de la máquina de la felicidad, etc. Pues yo
inicio esta nueva cadena de Gracias a la Generosidad. Cada vez que veas a unos
padres con un hijo con síndrome de down, vence la vergüenza y acércate. Dales las
gracias por su ejemplo y por su generosidad. Cuando veas el brillo en su cara
tendrás tu recompensa. A ellos no les importa Facebook o Coca- Cola, porque
tienen su propia “Máquina de la felicidad”
Gracias Gonzalo, ¿cuándo
volvemos a jugar?
Gracias Mayte. Gracias Santi
Buffffff Rafa....sin palabras!!! Un beso
ResponderEliminar